Aquello no fue mejor, ni peor. Fue abrir su fuente de la felicidad y la caja de Pandora al mismo tiempo. Aún así, fue irreversible. Jamás pudo imaginarlo, cómo algo tan simple podría convertirse en su cáliz del bien y el mal, aquello que le proporcionaría los mejores momentos de su vida. También los más crudos.
Pero la historia, como es de esperar, no termina aquí. Por qué no, cogió el cáliz con curiosidad y lo miró como algo nuevo, único, lleno de poder. De ese poder que todos necesitamos de vez en cuando. Quiso conocerlo, saber qué secretos escondía en la esencia que contenía y bebió de él.
Bebió tanto de esa adictiva sustancia que empezó a echar de menos su sabor cuando no la tenía, a saciarse hasta el aburrimiento cuando podía beber de ese maldito cáliz.
Pasó el tiempo, aborreció ese líquido. Guardó el cáliz lo más lejos que pudo de sí, aunque como es lógico, aún no había olvidado qué contenía. Los días pasaron y mil vicios sustituyeron al contenido de aquella copa. No estaban mal, ni sabían igual.
Sin esperarlo, una mañana tuvo sed. Una sed que había estado amordazada en su memoria, necesitaba volver a beber aquella sustancia del demonio. Fue fácil encontrar el cáliz, cuando lo hizo, lo encontró vacío. Dedicó desde entonces incontables tardes a contemplarlo, a arrepentirse de haber dejado que se secara. Fue tanto el tiempo que lo miró que no pudo evitar el recuerdo de los sentimientos que encontraba al embriagarse con aquel néctar.
Entonces, sintió cómo el cáliz volvía a llenarse, cada recuerdo, cada sonrisa, quizá también cada beso, habían permanecido intactos en la memoria de aquel ente mágico que ahora volvía a atormentarlo. Pues aún era consciente de sus devastadores efectos. Pero como yonqui a la cocaína, él lo era al jugo maldito que ahora, llenaba de nuevo el cáliz en el que, quizá, nunca debió mojar sus labios.
Ahora, el miedo posee su alma. El miedo de volver a beber, de volver a ser un adicto. De volver a ser feliz.
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