domingo, 13 de julio de 2014

Vega (Apocalipsis, la clausura)

He de admitirlo, soy un gran apasionado de las texturas, y si existe algo que tocando he aprendido, es que aquello fue lo más áspero que jamás he tocado.

Voló suavemente a mi alrededor, sumergiéndome en ese mismo aroma que los primeros compases de cualquier renombrada obra aproximan al espectador a centrar su atención en el regocijo que les precede. Me meció en el aire, en el agua, allí fluimos junto a las corrientes. Allí volamos, y con ello recorrimos los más envidiables paisajes que cualquier ser humano podría acontecer. Sin tan siquiera movernos un solo centímetro.

La calma llegó a las aguas, nos mecía despacio, nos acompañaba en su regazo, también nos dirigía. Durante millas que parecieron años, nada cambió. Como siempre, como todo en la vida, así como sin ser evitable, aquella corriente mostró su lado más bravo. Las sombras del atardecer precedieron a la noche, la oscuridad bañó hasta el último punto de la tierra, incluso aquel lugar en el que la tormenta dejaba por instantes de existir, la oscuridad seguía vaciando las últimas líneas de luz que quedaban.

Cuando la luz no se divisaba, cuando el límite entre el cielo y el mar desaparecía, cuando la locura comenzaba a transformarse en cordura. Sólo entonces nacía la luz, la misma que le permitió ver la tormenta.

Caminó, quizá compensando las millas que en vano había recorrido, caminó. Ahora nada era simple, en el centro de la nada y con rumbo a la nada. Sólo necesitaría quién escribiera su destino. Junto a quien marcar sus pasos. Volver a navegar en un río cualquiera en una parte cualquiera del planeta tierra.


Nota del autor: Con clausura quiero decir final, quiero decir término y conclusión. Hoy Vega ha muerto, y no podré escribir más hasta que decida volver a reírse.